Kurōzu Enjin

Durante la Era Vacía, cuando las emociones humanas todavía eran armas, surgió de las profundidades prohibidas un ser nacido del deseo sin forma y del odio de los dioses sumergidos: Kurōzu Enjin.

Era bello, pero brutal.

Sus músculos parecían forjados por corrientes volcánicas.

Sus tentáculos rojos no se movían: cortaban el espacio.

Y su lengua era un susurro que traía visiones.

Aparecía en costas malditas, en templos sin faros, y en sueños húmedos de quienes ya habían cruzado la línea del deseo racional.

No hablaba.

Solo se acercaba… y todo lo demás se rendía.

La batalla de Sangua Akenai (El Mar que Nunca Amaneció)

Siete monjes guerreros descendieron a los fondos abisales para sellarlo.

Durante cien respiraciones, las corrientes se invirtieron.

Durante mil, la luz se negó a entrar.

Y cuando el último sello fue invocado, Kurōzu Enjin lanzó su cuerpo contra la barrera misma del plano físico.

Ganó.

Pero en el acto final, su arma más pura —el núcleo largo, tenso y vivo que emergía de su abdomen— fue cercenado por una maldición doble: una de castidad... y otra de eternidad.

Desde entonces, su cuerpo sigue activo, pero su centro yace perdido, dividido entre los planos como reliquia.

La reliquia viva

Lo que ahora descansa sobre el pedestal es solo una forma fragmentada.

Musculada. Oscura. Intensa.

Pero aún viva.

Su piel brilla con humedad prohibida.

Sus tentáculos laten con fuerza contenida.

Y quienes lo colocan cerca de su cama…

no vuelven a dormir igual.